El ser humano está dotado del natural instinto de supervivencia. Éste genera una agresividad que busca protegerle de las amenazas de su entorno. La agresividad no siempre es una fuerza negativa. Existe una agresividad potencialmente positiva en cada ser humano, que le permite, por ejemplo, tener el empuje necesario para arriesgar su propia vida en favor de otros, o para adherirse a causas altruistas y comprometidas, o simplemente para afrontar de forma positiva los problemas cotidianos.
Esta inclinación inscrita en su naturaleza y que le lleva, si no se pone en guardia, a dar pruebas de malevolencia y violencia debe ser sometida a los valores. Por ser un ser racional, sólo el hombre puede ser consciente de que es violento, sólo él puede poner su violencia al servicio de la fuerza de la razón.
La violencia es instintiva, nunca puede ser racional, y se instaura en la forma de vida de maneras muy variadas; pero, siempre porque el individuo no ha sabido o no ha sido enseñado a dirigir su agresividad de forma positiva para sí mismo y para los demás. Las comunidades educativas: la familia, la iglesia y la escuela, como mediadoras de valores sociales, deben comprometerse en actuaciones que refuercen la propia autoestima de forma que los individuos sean conscientes de sus limitaciones, tomen decisiones acertadas y, como consecuencia, deseen superar con optimismo sus posibles dificultades.
En el proceso educativo deben valorarse las actitudes generosas, amables, afectivas y cariñosas, y censurarse las actitudes hostiles, egoístas, despreciativas o injuriosas. Y en este sentido no se puede ser permisivo o relativista frente a un individuo en proceso de formación, y que comprende muy bien que lo malo esta mal, pero que no entiende que lo malo sea relativamente bueno, como a veces se pretende vindicar.
Tal relativismo se vindica cuando el recurso a la violencia y a lo escabroso es mayoritario entre los temas que se ofrecen como ocio en el cine, la televisión, los videojuegos e incluso en las tiras cómicas. Resulta ser héroe quien impone violencia triunfante sobre los demás. La virtud consiste, bajo esa óptica, en el uso de la fuerza que elimina al adversario.
En la vida cotidiana, quienes alcanzan protagonismo social son también los violentos. Los medios de comunicación inundan con informaciones negativas de la agresividad y violencia humana, de forma que lo violento de unas minorías se sobrevalora frente a lo pacífico de la mayoría. Por este camino se nos vende un aspecto pesimista y negativo que es minoritario, frente a un optimismo de un deseo gradual y mayoritario de paz.
Cuando existen hechos objetivos de los que sentirse avergonzados, y esto es siempre que existan damnificados como consecuencia de una conducta impropia, se debe instruir a tener el suficiente coraje como para sentirse realmente culpable, para reconocer actitudes erróneas que si no serán imposibles de rectificar.
El hombre es el único ser vivo capaz de dar pruebas de crueldad hacia sus semejantes. Las fieras no llegan nunca al refinamiento del hombre. Así, pues, la violencia del hombre no es un comportamiento animal sino algo mucho peor: un comportamiento inhumano. Pero su calidad de ser pensante y racional alimenta la esperanza de que puede ser enseñado en el control de la propia agresividad. Y aquí es importante que el control social sea crítico, sincero, justo y riguroso, sin dejar por ello de ser solidario, comprensivo y abierto con las faltas propias y ajenas. Es un camino largo que exige paciencia pero que, a su tiempo, producirá su fruto.
Escrito por: Mario Vega
*Pastor general de la misión cristiana Elim.
Tomado de la edición electrónica de El Diario de Hoy
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