Sin duda, la lectura de la Biblia es más que necesaria en las actuales condiciones de violencia social que vivimos. Las iglesias deberían esforzarse aún más por estimular y facilitar su lectura de la manera más amplia posible. Para ello, la iglesia no debe recurrir a la coerción de la autoridad secular tal como sucede con el reciente decreto que instituye la lectura de la Biblia en las instituciones educativas públicas y privadas.
La iglesia debe ser cuidadosa al acudir al poder secular con presuposiciones y esperanzas inadecuadas. La relación de la iglesia con el Estado presenta un conflicto implícito entre una comunidad de fe con ideales y aspiraciones enfocadas en el poder definitivo y eterno de Dios, y una comunidad de incredulidad cuyas metas y objetivos se limitan estrictamente a la esfera temporal. Para semejante entidad secular, la fe es un elemento a instrumentalizar con fines electorales o, en el mejor de los casos, una opinión a tomar en cuenta.
Durante casi exactamente mil años, en la Edad Media, la unificación de la iglesia y el Estado fue la característica más penetrante de la sociedad europea. El Estado era una institución esencialmente religiosa, apoyada por la unidad efectiva de la iglesia y a su vez apoyando esa unidad al usar su poder temporal para eliminar cualquier disidencia.
Algunos cambios en ese equilibrio aparecieron durante el Renacimiento que dio paso a la Reforma protestante. Los cambios que tuvieron lugar afectaron más a los protagonistas de la relación que a los conceptos fundamentales: la iglesia protestante se apoyaba en el Estado para apropiarse de una base legal para sus reformas eclesiásticas y, por su parte, los príncipes buscaban una razón teológica para disputar al papado el monopolio del poder político.
No fue sino hasta después de la Ilustración del siglo XVIII cuando comenzó a concebirse al Estado como una entidad secular y a la iglesia como una asociación voluntaria para fines puramente religiosos. A ello contribuyó la lucha de los puritanos ingleses pero especialmente la de los anabautistas, quienes insistieron en la separación de iglesia y Estado. Estos antecesores de las iglesias evangélicas lograron la emancipación de la conciencia con respecto al autoritarismo medieval, que utilizaba el poder secular para imponer elementos de índole espiritual.
En nuestro país se vivió un proceso paralelo que tuvo como referente histórico la experiencia europea. En 1896, con la llegada al poder del primer gobierno liberal, se logran establecer las primeras iglesias evangélicas. Sin embargo, la inercia de una estructura política y religiosa de siglos supuso para los primeros evangélicos la marginación, la persecución y el martirio. La iglesia tradicional continuaba utilizando el poder secular para imponer criterios espirituales. Fue la perseverancia y el sacrificio evangélico los que permitieron, finalmente, otorgar a las personas la posibilidad de escoger libremente lo que atañe a sus necesidades espirituales.
En un inusual vuelco a las libertades alcanzadas, pero aún más paradójico, como una iniciativa evangélica, aquellos que sufrieron las desventajas, recurren al poder secular para legislar sobre asuntos que pertenecen a la esfera exclusiva de la iglesia. El poder secular es una espada filosa que hiere a cualquiera que osa manipularlo. Quienes olvidan o desconocen la historia pueden sentirse complacidos con un decreto que aparentemente les favorece, pero que el día de mañana puede convertirse en la razón de sus desvelos.
Dos milenios de historia deberían ser suficientes para aprender las lecciones y dedicarse como iglesia al trabajo tesonero por la lectura y obediencia de la Biblia en lugar de adoptar la posición cómoda de descargar a quien no le compete su misión.
Mario Vega
Pastor general de la misión cristiana Elim
Tomado de la página Web de El Diario de Hoy
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