Pablo, el arquitecto del cristianismo, conceptualiza el pecado como injusticia. Es decir, un atentado contra el orden creacional y salvador implantado por Dios. Una rebeldía contra el Dios de la justicia y, al mismo tiempo, el desencadenante de la tergiversación de la creación.
De acuerdo a esta visión integradora, el pecado afecta la vida completa del individuo que lo ha cometido. Pero además, a la de todo el grupo social al que pertenece, comenzando por el más cercano, la familia, y después, ampliando su esfera de influencia a la comunidad local, pueblo, nación e incluso la humanidad completa. Pero no se detiene allí: su potencia alcanza también al medio ambiente.
El mismo efecto del pecado es su castigo, ya que el atentado contra el orden salvador de la justicia revierte en una situación de tergiversación de la realidad que tiene por destino su propia destrucción y muerte, convirtiéndose esta en la paga del pecado.
La potencia y maldición del pecado no es para Pablo parte de un lenguaje mítico sino de una expresión profunda de la estructura del mismo y de su efecto en la realidad. La perversión del pecado no queda en el ámbito de la conciencia del hombre, sino que se socializa y se universaliza, convirtiéndose en una entidad personificada que determina el vivir y el actuar de la sociedad. Convierte las tergiversaciones en visiones naturales recibidas sin indignación por la comunidad que abraza como cotidianas a la injusticia, al dolor y a la muerte.
Sólo desde esta visión global, solidaria y dinámica se puede entender la categoría de pecado estructural. El pecado estructural está en comportamientos humanos repetidos, que desencadenan una situación injusta de maldad, la cual, cuando se estabiliza, se convierte en una estructura de alienación que se legitima en cuanto tal de diversos modos: legales, de convención social, educativos, culturales. Incluso por medio de motivos religiosos, alcanzando así una perversión de la religiosidad.
El pecado, pues, afecta desde el interior del hombre hasta sus construcciones políticas, sociales y económicas. Desde esa perspectiva, la salvación, que es siempre liberación del pecado, debe ser entendida en su auténtica dimensión y dinamismo.
Cuando Pablo habla de salvación se refiere o bien a la acción de Dios que instaura el orden salvador, acción de justicia, o bien al ámbito del orden salvador producido por la acción de Dios, situación de justicia. La salvación se realiza por la fe en el salvador, Jesús. La acción de Dios se concretiza en el acontecimiento mesiánico que invita al hombre a la conversión, a una forma de vida alternativa que desmonta la estructura de maldad para abrir camino a un nuevo orden de justicia.
En este nuevo orden se funda la vida y el estado de bienestar, Shalom, del grupo humano y del medio ambiente. La salvación señala entonces el orden de bondad en que florece y fructifica la vida y la paz de la comunidad humana en sus múltiples manifestaciones: social, político, legal, cúltico, alcanzando incluso a su relación con su entorno animal y de la tierra que cultiva y habita.
La salvación, así enseñada por Pablo, es una visión integrada y solidaria de la realidad. Un concepto que era fundamental para la comprensión antropológica y cosmológica hebrea pero que se encuentra muy alejada de la nuestra, de talante egoísta y dualista. La piedad no debe ser ni reduccionista, ni individualista, ni estática. La conversión demanda arrepentimiento frente a nuestra manera occidental y moderna de ver la realidad para adoptar una más bíblica y más cercana a las exigencias de Dios.
Mario Vega*
*Pastor general de la misión cristiana Elim.
Domingo, 21 de Marzo de 2010
Tomado de la página electrónica de El Diario de Hoy
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